sábado, 5 de noviembre de 2022

Cristales en la arena

 

El Desierto del Este, situado en el país de Calderia, es célebre por el polvo en suspensión de su atmósfera. El viento, ocioso, suele juguetear con él, creando efímeros remolinos naranjas y amarillos.

Este polvo, junto al calor extremo, hacen imposible el funcionamiento de ningún vehículo mecanizado en su superficie. En Calderia, además, no existen los dromedarios ni ninguna otra raza que se haya adaptado a las rutas desérticas. Por ello, la vida del viajante que se adentra en él depende exclusivamente de la comida y el agua que pueda portar consigo. Son muchos los que se han creído capaces de desafiar tal limitación. Hasta el momento ninguno ha regresado para relatar su triunfo. En las provincias del oeste, surcadas por ríos anchos y perezosos, es donde se concentra la población calderiana. Ignoran desde siempre el desierto al considerar que no puede sacarse nada útil de allí.

Las instituciones de gobierno de Calderia son estables, aunque autoritarias. Los calderianos han sobrevivido a la violenta historia del continente, y sus cronistas han podido escribir los anales de siglos pasados. Sin embargo, hay una historia que se resisten a dejar por escrito, aunque es conocida por todos: la que relata las insensatas empresas del ministro Klausewicz. El recuerdo del ministro loco todavía les asedia. Y les alerta, en voz baja, de los riesgos de la genialidad cuando se une a la soberbia; Cuando se desliza progresivamente hacia las sombras de la locura.

Carl Kron Klausewicz era ministro de la ilustre majestad de Calderia desde los veintiún años. Era también excesivo, cruel, y de una frialdad aterradora. Su brillantez profesional, unida a la influencia de su poderosa familia, le habían permitido mantenerse en el consejo de ministros durante dos décadas de forma ininterrumpida. Suya había sido la iniciativa que lograría otorgar a la capital, Klanshteburgo, un sistema de cloacas que terminó con sus graves problemas de insalubridad. Suya fue la reorganización del ejército y la estabilización de la economía, aquejada hasta entonces de frecuentes fiebres inflacionarias. Parecía no haber adversidad que el brillante político no supiera manejar. No obstante, la desigualdad social extrema, y la mendicidad, se acrecentaba cada día en las grandes ciudades del país, inmune a cualquier intento del gobierno por liquidarla.

Calderia seguía desarrollándose, orgullosa, inaugurando grandes obras públicas y monumentos que pregonaban la grandeza de su rey. Pero siempre había figuras sombrías cubiertas con harapos, que contemplaban azorados, desde solitarios callejones, la brillantez de aquella sociedad, que les albergaba con íntima vergüenza. Para los mendigos parecía que nada cambiara nunca. Klausewicz lo sabía; Los observaba a menudo desde su automóvil oficial, en las noches de ópera y fiestas. Ninguna de sus medidas. ni las autoritarias ni las más benignas, habían conseguido eliminar esa lacra social, que ofendía íntimamente a los calderianos de bien. Sus enemigos no dejaban de recordárselo, satisfechos de poder marcarle con un fracaso. Su orgullo herido hizo que, poco a poco, cada pedigüeño que contemplaba, se convirtiera para él en un insultante recordatorio de que él —también— compartía el fracaso inherente a la existencia.

Llegó a pensar que los mendigos vivían en las calles por decisión propia. Que rechazaban por orgullo y vocación todos los esfuerzos del gobierno —sus esfuerzos— por integrarlos en la “normalidad”. Finalmente creció en su interior una obsesión y odio de tal magnitud, que acabó ofuscándole, derrotando a su sentido común y a su poderosa lógica mental.

Los sótanos del ministerio de asuntos internos acumulaban mugre y humedad. Fue allí, en un destartalado despacho, donde el ministro se encerró para reflexionar, en busca de una solución final. Tres semanas después emergía con una solución mesiánica... Y a la vez inmoral, al partir de supuestos despiadados. Klausewicz había concluido, tras muchos vericuetos mentales, que, si los mendigos rechazaban su ayuda, lo más compasivo y práctico sería facilitarles los medios para alcanzar la culminación de su existencia.

Con su prestigio político en su cenit, el político tenía su disposición la totalidad de los recursos del estado. Comenzó su empresa con la construcción, en el borde oeste del inmenso desierto, de un gran depósito de agua. Terminado éste, montaron tuberías a lo largo de veinte kilómetros en dirección al centro del páramo, hecho lo cual construyeron un nuevo depósito que a su vez rellenaron de agua. Repitieron esta mecánica durante meses, siempre en la misma dirección. Dos años después habían conseguido alcanzar el corazón del tórrido yermo. Una vez establecida la vía para llegar al inhóspito lugar sin perecer en el intento comenzaron a enviar a través de aquella línea de vida tanto materiales como suministros y obreros. Estos últimos dedicaron cuatro años a llevar a cabo la obra concebida por el febril ministro. Cuando la finalizaron, regresaron, cercanos a la desesperación, a la capital.

La siguiente etapa fue aún más sombría. Durante tres secretas noches, a espaldas de la ciudadanía, los cuerpos del orden y la policía secreta localizaron y raptaron a todos los vagabundos de la capital y las otras grandes ciudades calderianas. Al cuarto día, un regimiento inició un viaje clandestino al centro del desierto, con sus capturas narcotizadas transportadas en carromatos, como fardos de grano. Pocos meses después los soldados regresaron, consumada ya la acción encomendada. Todos ellos fueron conminados a guardar silencio bajo amenaza de ejecución sumaria.

Cuando el efecto de las drogas remitieron, los mendigos comenzaron a despertar, aturdidos por la prolongada narcosis. Cuando pudieron levantar la vista, se encontraron en un lugar que les resultó inconcebible. Estaban en medio de una inmensa y desconocida ciudad, esplendorosa por otra parte. Los edificios, altos e imponentes, soberbios en su estilo neoclásico y art decó, refulgían desde sus planchas de alabastro. Delicadas filigranas de arenisca coronaban los esbeltos. Las calles, con anchas sus aceras de granito y gráciles bolardos de cobre, tenían un marcado aire señorial Todo lo que les rodeaba era un exquisito ejercicio de delicadeza arquitectónica. El cielo era de un azul tan profundo y limpio que resultaba intimidante a la vista.

Para los que provenían de Klanshteburgo, el nuevo entorno les evocaba una copia, ligeramente alterada, de la capital. Como esos espejos defectuosos en los que tardamos en advertir la ligera deformación con la que nos devuelven nuestro reflejo, el trazado de aquella desconocida ciudad era más sinuoso y zigzagueante. Pareciera que su diseñador tuviera un alma más tortuosa, más aviesa que la del creador de su remota hermana.

No obstante, la elegancia urbana se iba difuminando a medida que se aventuraron hacia los límites de la ciudad, donde poco a poco encontraron barrios más modestos, de estética industrial, Más allá de los límites, descubrieron con estupor un arenal infinito. Pronto comprobarían que les rodeaba por completo.

Más sorprendente todavía fue verificar que la ciudad estaba deshabitada, a excepción de ellos. Pareciera que los habitantes de aquella rotunda urbe se hubieran esfumado.

Pero fue al comenzar a buscar sustento, cuando comenzaron a vislumbrar la aterradora realidad. En su rastreo, y no encontrando nada en las calles, intentaron entrar en almacenes de la zona industrial, en los cuartos traseros de algunos restaurantes, en cualquier lugar, en definitiva, donde suponían pudiera haber alimentos. Fue imposible acceder a ellos. Las puertas estaban cerradas con gruesos candados. Cuando consiguieron romper algunos y forzar las cancelas, encontraron, tras ellas, gruesas paredes de hormigón. Lo mismo sucedió cuando, desde los patios interiores de los edificios nobles, intentaron acceder a las escaleras que conducían a los lujosos pisos superiores. O al intentar forzar las ventanas de los edificios públios. Todas habían sido construidas con un cristal de extraordinario grosor, inmune a los golpes. Ya en plena desesperación, intentaron acceder a cualquiera de las casas unifamiliares de la ciudad,a través de tejados, por los canales de desagüe... El fracaso fue idéntico.

El enajenado ministro había construido, en el centro de un páramo infinito, una ciudad para los vagabundos, concebida para que transcurrieran allí sus vidas callejeras e insalubres. En nada inferior a la grandiosa Klanshteburgo; ni en las relucientes calles que dormían al sol, ni en sus oscuras y lujosas entrañas Su orgullo no le habría permitido construir nada menor que el modelo original.

Pero, en su insania, Klausewicz les negaba a sus habitantes el derecho a una existencia normal. Vagabundos eran por propia decisión. Vagabundos —pues— vivirían y morirían. En las calles. Los interiores de todos los edificios estaban prohibidos para ellos. Podían vislumbrar, a través de los ventanales, los interiores confortables y cálidos. Los jardines en los áticos se adivinaban ordenados y pulcros. Los interiores de los restaurantes mostraban mesas dispuestas con inmaculado orden, con cubiertos plateados y flores coronando las mesas. Las carrozas estaban alineadas enfrente del magnífico palacio de la ópera, esperando a los caballos. Todo era cotidiano, cercano. Pero era imposible acceder a ninguna de aquellas singulares construcciones. La solución final del político calderiano era esa: Todos ellos vivirían y morirían en las calles. Sin hollar jamás ninguna estancia. Sin descansar nunca bajo un techo protector. Sin profanar, ni ahora ni mañana, hogar alguno. Fieles a su esencia.

La existencia de esta ciudad fantasmal permitiría, además, que el resto de urbes de Calderia alcanzaran el tantas veces postergado cénit, liberados al fin de la lacra de la mendicidad.

Los vagabundos, presos del asombro ante su insólita situación, temieron por sus vidas. Tenían la suficiente agua —los obreros habían construido fuentes que se nutrían de profundos pozos y les daban el líquido necesario para no sucumbir de sed—. Pero no encontraban comida alguna.

La segunda noche en aquel mundo especular les dio alivio, pero a la vez, nuevas y terribes certezas. Algunos, despiertos por el hambre en lo profundo de la noche, creyeron percibir un débil rumor que llegaba del cielo. Luego oyeron, esta vez más nítidamente, golpes fuertes y secos en distintos puntos de la ciudad. Al levantarse el sol, pudieron comprobar, atónitos, la magnitud del delirio del taumaturgo que había diseñado el escenario para resto de sus días. A lo largo y ancho de toda la ciudad, grandes sacas habían caído del cielo; Estaban llenas de basura y restos de cocina de restaurantes.

Klausewicz había establecido que, una vez por semana, en la oscuridad de la noche, el dirigible real sobrevolara la ciudad de los mendigos, y dejara caer en ella los desperdicios que se hubieran recolectado en Klanshteburgo durante la semana anterior.

Los más osados, decididos a abandonar aquella cárcel de cemento y polvo, comenzaron a seguir los restos de las tuberías que unieran antaño los depósitos de agua. Cuando llegaron, exhaustos, al primero de ellos, comprobaron que había sido destruido por lo soldados en su retorno a la civilización. No fueron más allá.

A la tercera semana, cuando de nuevo llovieron desde el cielo los despojos de Klanshteburgo, los hombre y mujeres se miraron unos a otros, intentando asumir la evidencia de que nada iba a cambiar. De que ésa, y no otra, iba a ser su vida hasta el final de sus días En los ojos de sus compañeros pudieron leer estupor y pánico.

La caída de Klausewicz se produjo pocos meses después de estos hechos. Había culminado su obra, la que había intuido que sería el culmen de su carrera. Pero la vanidad de los locos es la peor de todas, porque no hay razón que se le oponga. Pocos meses después, empezó a elaborar el plan para crear una nueva ciudad al lado de la capital, que doblaría en extensión a ésta y a la que sólo podría acceder la nobleza. Una ciudad que recogiera lo más refinado de la sociedad calderiense, destinada exclusivamente a la ópera, el teatro y las fiestas galantes. Los enemigos políticos del gobierno residirían en sus alcantarillas, sobreviviendo con los restos que despreciaran los habitantes de la superficie. Esta vez, cometió la imprudencia de compartir su proyecto en el consejo de ministros, seguro —y ansioso— de la admiración de sus colegas. Estos informaron esa misma noche al rey, temerosos del ministro brillante y desequilibrado. Tres días más tarde Klausewicz fue detenido por la policía secreta, y conducido a su mansión en las afueras. Los ocho años que le quedaban de vida los pasó allí, bajo un estricto arresto domiciliario.

Cuando revisaron los documentos secretos de su ministerio encontraron todos los planos y los documentos logísticos de su ciudad soñada en el desierto. Los interrogatorios a los soldados y obreros que habían participado en las acciones secretas dieron fruto, y el gobierno pudo reconstruir, sobrecogido por su magnitud, la obra de Klausewicz. Para aquel entonces el escándalo ya se había hecho público, y las filtraciones fueron inevitables. Pronto toda la sociedad, abochornada, supo de la gesta maldita.

Sin embargo, nadie hizo nada por rescatar a los vagabundos de su cárcel de arena. El temor a lo que preveían encontrarse, unido a una profunda vergüenza, hizo que todos, gobierno y gobernados, miraran hacia otro lado. Ni el Desierto del Este ni los vagabundos les había interesado hasta ese momento. Decidieron que eso iba a continuar así. El dirigible continuó saliendo cada semana en dirección a la ciudad de los vagabundos, durante décadas, sin que nadie preguntara. Tan solo añadieron al cargamento semanal unos rudimentarios odres de agua. La medida conseguía aliviar un poco su vergüenza.

La comunidad de vagabundos consiguió sobrevivir, contrariamente a lo que ellos mismos esperaban. Con enorme esfuerzo, lograron ampliar y canalizar el caudal de agua que salía de los pozos a través de las fuentes. Con este primer logro pudieron desarrollar, poco a poco, una agricultura primitiva, partiendo para ello de las semillas todavía presentes en los despojos vegetales que les llegaban en las sacas semanales. Construyeron refugios en las calles para guarecerse de los tornados. Lograron no caer en el caudillismo ni en la brutalidad de clanes, no sin grandes dificultades y frecuentes retrocesos, a menudo cruentos. Instituyeron, gradualmente, rudimentarias fórmulas de organización social y autogobierno; de cuidado de los enfermos y hasta de entretenimiento —el torneo de cuentos semanal les consolaba enormemente—.

Diez meses después de ser abandonados, nació el primer niño en la metrópolis. Fue entonces cuando algunos de sus habitantes empezaron a intuir que la decisión desquiciada que les había llevado hasta ese entorno hostil, tal vez fuera, en realidad, una segunda oportunidad para ellos. Tras unos pocos años lograron, con el sacrificio de muchos de ellos, mantener a raya y derrotar, finalmente, a la amenaza de la barbarie. No volvieron a intentar salir del desierto. Cobijaban todavía el recuerdo de su anterior vida entre asfalto y hormigón, Del rechazo y desprecio de los calderianos. Nada les esperaba allí, nada necesitaban de la sociedad que les había repudiado.

Calderia siguió así existiendo durante siglos. Albergando en su interior dos sociedades. Ninguna de ellas intentó nunca comunicarse con la otra. Una, despótica y arbitraria, prefirió guardar en las catacumbas de su propia historia la felonía cometida. La otra, por amor a su nueva libertad, decidió buscar, en su propio seno, la compasión y la solidaridad tantas veces negada a sis integrantes en anteriores existencias. Como un diamante enterrado en la arena.


jueves, 6 de octubre de 2022

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Llevo diecisiete meses entre el volante y los fogones de mi vieja foodtruck. Digo vieja porque la compré de segunda mano y por entonces ya tenía doce años. Pero mire, no la cambiaría por ninguna otra; es resistente y noble, me ha respondido en todos los apuros; Confío en ella más que en mi pulso. Me acompaña mi hijo Pierre. Nació en Mulligan, donde vivíamos, pero su madre (que en paz descanse) era francófila. En fin. Yo siempre había sido un cocinillas ¿sabe?, y con el tiempo se me agudizó la afición. Pero fue la muerte de Patty Lu en aquel maldito incendio lo que me decidió. Ya nada nos ataba a nuestro apartamento, y la verdad es que el horno ya no estaba para bollos, como se suele decir. Pedrito estuvo de acuerdo. Así que compramos el trasto, nos aprovisionamos, y nos lanzamos a la carretera sin menús preparados ni planificación alguna. No nos importó. La verdad es que por entonces no nos importaba apenas nada.

¿Y sabe? No me arrepiento, y creo que mi hijo tampoco. Esta vida es dura a veces, pero nos ha reportado experiencias que nunca habríamos imaginado. Nuevas personas, nuevas historias, el contacto directo con seres humanos que de otra forma nunca habríamos conocido. La libertad de ir donde queramos. Dormimos en la propia furgoneta, Pedro en la parte trasera dentro de su saco y yo en los asientos delanteros, con la escopeta en el suelo por si acaso. Nunca sabemos dónde estaremos al día siguiente, nos dejamos llevar por las carreteras y por el destino.

Por supuesto ha habido situaciones complicadas. Ayer mismo una cherrie nos pidió “carne amasada”. Ni Pedro ni yo sabíamos a qué se refería, así que no pudimos satisfacerla. Se nos rompió el corazón cuando rechazó nuestras hamburguesas crush-melt y se alejó cojeando sobre sus muñoncitos hacia su choza destartalada. Si lo hubiera aceptado se la habríamos dado incluso gratis. En fin.

Tampoco fue agradable aquella ocasión en el polígono. Ya tuvimos duda al entrar en el mismo. Son lugares donde con un poco de suerte se puede canjear la comida por artículos interesantes, pero donde también hay sus riesgos. Y aquella tarde tuvimos que salir por piernas, como se suele decir. Se nos echaron encima y ni el cristal de protección parecía suficiente para los garrotazos que soltaban a la furgoneta. Pero el motor arrancó, Pedro se echó al suelo y el motor diésel de ocho cilindros mostró todo su poder y nos sacó en el último momento.

Hoy en cambio la fortuna nos ha compensado. Hemos podido parar en un recodo de la transnacional 7, o mejor dicho de una comarcal que se alejaba unos pocos kilómetros de la vía principal. Aparcamos junto a un lago de aguas negras rodeado de árboles espesos y morados. Pudimos descansar, rebozarnos un poco en la hierba de un claro cercano y hasta bañarnos en una laguna negra para quitarnos la mugre. Qué maravilla…

Incluso he recuperado mi vida amorosa. Me da vergüenza escribirlo así, pero es que siempre fui un poco pudoroso para estas cosas. Nada serio, ¿sabe? Algunos encuentros causales con mujeres sin alteraciones que también se sentían solas. Nada prolongado (es imposible en nuestro oficio), pero de gran importancia para mí. Mi hijo no lo ve con malos ojos. Menos mal.

No sé qué querrá ser de mayor Pedrito. Con quince años es ya muy maduro, pero respecto a su futuro no tiene todavía las ideas claras. No me gustaría que fuera recolector. Es una vida que parece atractiva pero en la que puedes salir malparado muy fácilmente. Trampero como nosotros no me parecería mal. Además tiene dotes para el negocio. Por otro lado, dicen que en algunos lugares hay una cosa llamada universidad, que les da una formación que yo no puedo transmitir. Bueno, eso sería un sueño ¿no? Pero no me quiero imaginar lo que deben pedir a cambio. O sí que me lo imagino. Y quiero seguir con mis dos riñones en su sitio, nunca sabes cuándo te va a fallar uno de ellos, más aún con el agua salobre que bebemos a menudo.

Lo que espero de corazón es que no se una a los black-trucks. Estoy de acuerdo en que uno tiene que ganarse la vida. ¡Faltaría más! Pero hay cosas por las que no paso, y por las que espero que él tampoco pase. Y eso de recurrir a cadáveres abandonados en vez de comprar o cazar por ti mismo la carne fresca que necesitas, no es de gente con principios. Es propio de carroñeros. Sobre todo cuando en verano el suministro disminuye, están desesperados y recurren a ratas y perros muertos. Eso es asqueroso.

Porque ¿sabe una cosa? Además de que son cadáveres, y por tanto las trazas de la radiación que les ha matado son mucho más intensas, su carne no tiene nada que ver con la carne de verdad. La carne de vaca, de cordero, de cabra. O la carne humana claro. No hay nada de malo en usar a un humano para hacer hamburguesas, siempre y cuando su carne sea tierna, ligeramente veteada de grasa, lo suficiente para aportar sabor... en fin, ya me entienden. En cambio con carne de ratas o perros vivos o muertos cuesta muchísimo hacer hamburguesas decentes y el sabor es bastante horrible. Lo sé por experiencia. Y por ahí no paso.

Porque yo podré tener muchos defectos, pero la calidad de la materia prima y el servicio al cliente será siempre mi lema por encima de todo.


miércoles, 18 de mayo de 2022

EL FIN DE LA DIVERSIÓN

Hubo un tiempo, que ahora nos parece remoto, en que muchas cosas se hacían por y para el placer de los sentidos. Encendías la televisión (el televisor, lo llamábamos) y veías a un tipo francés terriblemente hortera cantar "La Barbacoa". Te podía horripilar o te podía gustar, pero en cualquiera de los dos supuestos sabías que si escuchabas la canción estarías en un chiringuito de playa tomándote un gintonic, ajeno a los Grandes Problemas del Mundo. Ibas al cine y veías a un tal Sylvester Stallone pegando mamporros y matando personas sin ton ni son y con cara de zapato. Te podía horrorizar o te podía gustar, pero si te metías en el cine con tu bolsita de palomitas ya sabías lo que te iban a dar, y a odo el mundo le parecía natural. Le parecía BIEN.

Ya no es así en el 2022. Ya no puedes leer una novela de aventuras con piratas y princesas. La legitimación de los modelos heteropatriarcales y machistas es un pecado que NO debes cometer. No se te ocurra escuchar una canción entonada por un señor de Murcia con bigote . Uf, huele a fascismo. Solo nos admiten escuchar a cantantes de trap (traperos) que nos escupen lo machistas, egoistas y explotadores que somos como miembros de la humilde clase media española.

Ya no puedes disfrutar con las engoladas y cursis canciones de Eurovisión (guayominí, tuelf points). Ahora solo tienen cabida las que hablan de la deficiente seguridad social en Serbia, o de la LGTBIQR+fobia, o de cualquier causa solidaria o justiciera que te recuerde lo cabrón e insolidario que siempre has sido.

No sé desde cuando las novelas, las canciones, las pinturas, cualquier expresión artística, cualquier acción irrelevante, debe tener una coartada progre-solidaria para superar el filtro de los nuevos censores, guardianes de la moral buenista y woke que resulta finalmente más puritana que las viudas de misa diaria y pastelitos de nata los sábados.

La diversión ha desaparecido. Una cantante profesional hasta el hartazgo es acusada de estar pornificada por enseñar cacha y culo. Si Rafaela Carrá levantara la cabeza. Pero si tu madre guarda caldo en la nevera como para detener guerras, entonces la teta es teta buena. Si te pillan en un renuncio te sacan en televisión treinta años después de haberlo cometido. Pero si eres del bando correcto, cualquier error será jsutificable bajo la excusa de que "estás en pleno proceso de deconstrucción".

No sé cuando se torció todo la verdad. Pero esta sociedad, además de empezar a dar asco, se empieza a parecer a la de 1984. Con un ministerio de la Verdad y una neolengua.

Y lo peor... ya no hay cabida en ella para la diversión por la diversión. Dios,qué aburrimiento

miércoles, 28 de octubre de 2015

La Calle de los Mendigos

Mario Levrero
Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
Tampoco enciende, ahora.
En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.
Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.
Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño -especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.
No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.
Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.
Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.
De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.
Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.
Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.
Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.
Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.
«Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.
Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa -quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su fuente.
Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho gemidos.
«Es la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
«Debo buscar un bar que esté abierto» -pienso-. «Necesito cigarrillos, y fósforos».



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jueves, 7 de agosto de 2014

" Las masas son femeninas y estúpidas. Sólo la emoción y el odio pueden mantenerlas bajo control " 
  Adolf Hitler
"el fanatismo es la única forma de heroismo a la que pueden aspirar los débiles " 
 Goebbels

lunes, 4 de agosto de 2014

Documentos sonoros

Es bien conocido no?
Una imagen tal vez valga más de mil palabras, pero una palabra vale por millones de imágenes. Y si esa palabra es hablada, entonces ya es la repera.
Tal vez en ello resida el secreto de que, en plena era de la imagen instantánea, de snapchat, pinterest, instagram, youtube etc, la radio conserve su salud económica y artística (mientas que la prensa escrita se adentra en su particular apocalipsis zombie, qué cosas).
La capacidad evocadora de la voz, la música y los sonidos ambientales supera con pocos medios la mejor de las imágenes cinematográficas. Y todavía se pueden encontrar estupendos ejemplos en la radio actual.
Uno de ellos es el programa Documentos RNE, que cada sábado (ahora en verano de lunes a sábado excepto los viernes) evoca durante casi una hora diferentes epopeyas o momentos trascendentales de la historia con maravillosas ambientaciones sonoras y estupenda documentación de los contenidos.
A destacar entre los recientes el dedicado a la I Guerra Mundial, y a la Expedición Malaspina-Bustamante.
Para oírlos,basta con tener un modesto esmarfon, bajarse la app de RNE y buscar lso archivos en el apartado "A la carta" donde están disponibles los podcast.



domingo, 13 de julio de 2014

Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.
-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.
-¿Por qué?
-Estaba desesperado.
-¿Por qué?
-Por nada.
-¿Cómo sabes que era por nada?
-Porque tiene muchísimo dinero.
Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.
-¿Y qué importa si consigue lo que busca?
-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.
El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.
-¿Qué desea?

domingo, 22 de junio de 2014

La Moral del Mendrugo

Es una obviedad, pero la mayoría de las grandes pasiones escritas son propias de los ociosos o de los trepas. Las tramas de Jane Austen, las novelas góticas, las aventuras de Conan Doyle, sus protagonistas no tienen el problema de dedicar doce horas al día a buscarse el sustento. Si lo tuvieran, seguramente sus incontroladas pasiones se verían amuermadas. Hasta Victor Hugo tuvo que inventarse una extraña trama industrial para sacar al Jean Valjean de sus Miserables  de la pobreza, hacerle millonario y (entonces sí) poder hacerle jugar las cartas que le había dado el  destino. Miserable, pero con medios. 
Tal vez sea una de las gandezas del Lazarillo, de Dickens,  y de los mosqueteros de Dumas. Jugar e inventar sobre la moral de la pobreza, del arribismo, de la necesidad de cubrir las necesidades materiales. Hasta David Copperfield debe cumplir su destino de gran escritor para poder alcanzar su fin literario.

Para cuándo una gran novela sobre los perdedores, sobre los auténticos perdedores sociales. ¿O es que es difícil imaginar honduras del alma cuando ésta se ve sometida a la angustia de buscar cada día el mendrugo que echarse a la boca?




lunes, 28 de octubre de 2013

ASCENSO Y REINADO DE LO CHONI

No hay lugar para la duda: lo choni reina en España.
Lo que antes era marginal, calificado como cutre, asumido por muchos como desviaciones estéticas y sociales derivadas de la falta de formación, estilo y/o cultura, como previsible resultado de la imitación deformadora de modelos estéticos superiores realizada por ninfas de alma poligonera, se ha convertido hoy en la norma, en el zeitgeist de la sociedad española, baremo y modelos de comportamiento de la enteléquica mujer promedio ibérica.
Ha ayudado a ello la explosión de los suburbios de las ciudades españolas y el fin de la dicotomía estricta  ámbito urbano vs. ámbito rural, a más del modélico "porque yo lo valgo" de inspiración centenaria y esencia hispana. 
La relativa novedad es que desde hace ya años las chonis han tomado conciencia de su identidad como grupo social dominante, y de la identidad han pasado rápidamente al orgullo identitario, a la constatación interna de que son así y de que está muy bien que sean así, dejando en un rincón oscuro los complejos y calladas vergüenzas.
Y ya estamos inmersos en la tercera fase, que no spielbergiana sino antenatresera, telecinquera, launera y sextera como paso previo al asalto del pret a porter, la constatación ensayística y el reinado social.  Ahora son las televisiones abiertas las que reproducen una y otra vez el modelo de programas y series donde "la choni" es protagonista absoluta, contribuyendo de esta forma a su éxito y a la retroalimentación orgulloidentitaria.
Y pronto (aunque cueste creerlo), algún vanguardista-diseñador-y-modisto-español desdeñará el inspirarse en centurias pasadas o en demodés estilos étnicos, y elevará a la pasarela Cibeles convenientemente reciclada (ah, reciclaje de un estilo reciclado, genialidad regnum!) elevará como decíamos la estética choni, que entonces podrá incorporarse por derecho propio a la marca España, a la que ahora no obstante ya acecha. 
En ese momento podremos corroborar tras largas décadas de debate intelectual estéril que el hecho diferencial español existe, y que sirve para diferenciarnos de esos aburridos centroeuropeos que sólo piensan en prima de riesgo, déficit y memeces semejantes.


PS: Me relamo, me estremezco de placer sólo de pensar en el momento en que nazca mediante un proceso previsible la diferenciación nacionalista, y surja un nuevo subespecímen, la choni catalana, o vasca, o galleguiña...

domingo, 10 de marzo de 2013

La comunidad irreal

No hay nada como los nuevos medios sociales para que algunos de nosotros (los seres humanos) mostremos esos rasgos de estupidez que inevitablemente llevamos dentro, contiguos (a veces) a otras actitudes más elevadas.
Basta que ver la alegría con la que muchos famosos y artistillas se lanzan a contar todas sus opiniones por Twitter, para pocos meses después verse "obligados" a cerrar su cuenta al ver que la misma sirve en un 99% de casos para ser ridiculizados, parodiados o simplemente insultados de forma sistemática. ¿Qué esperaban? O mejor, ¿qué pensaban? Seguramente, creían, benditos, que la sociedad esta llena de personas inteligentes o por lo menos con cierto criterio. Y sí, claro,  esas personas existen, pero a poco que reflexionaran, llegarían a la conclusión de que quien pertenezca a ese selecto grupo no va a dedicar su tiempo a seguir la cuenta de twitter de nadie famoso. Los que lo hacen, claro, son esa amplia, amplíííísima panoplia de aburridos mentales que dedican buena parte de su actividad mental a meterse con otros o a ridiculizar y sacar punta cualquier comentario ajeno. Es decir, a ejercitar el estilo ibérico por antonomasia. Con una ventaja, lo que antes se hacía en la barra de un bar ahora gracias a la tecnología lo pueden lanzar al mundo virtual y ser leído y compartido por miles de personas. Y esos son los que conforman la "comunidad twitter" en un amplio porcentaje. Je. Je...
Por no hablar de facebook, instrumento que no puede dejar de ser utilizado por emisoras de radio y televisión para "pulsar" la opinión en tiempo real de sus teleoyentes. ¿De verdad piensan que son una muestra representativa de la sociedad aquellos que mientras ven un programa de televisión o radio conectan con su ordenador o tablet a facebook para dejar su comentario en la página de facebook de ese mismo programa??? ¿O son casos de tecnológicodependientes, de los que habría que fiarse lo justo?
Pero el fulgor de las "redes sociales", ese halo de que son lo más "in", en vez de lo más superficial, ese ansia de "estar a la última", puede con todo, incluso con el criterio de los escasos periodistas con criterio propio que se ven por los medios de este país...

Webs amigas
Las preguntas son el peligro

lunes, 31 de diciembre de 2012

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"Creo que sólo pueden ser de izquierdas aquellos que conservan la fe en el ser humano, en su bondad y en su solidaridad.
Cuando esa fe se ha perdido (o nunca se ha tenido), sólo resta intentar fijar unas reglas de juego semejantes para todos, de forma que (en la medida de lo posible) los abusos tengan su castigo y  todos tengan parecidas oportunidades de inicio para buscar su provecho, o, incluso, para ser morales. Algunos lo llaman a eso la ley de la selva. Yo lo llamo ser un liberal."

Martin Fieldstman


domingo, 10 de junio de 2012

Un teólogo en la muerte

Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:
-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.
Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios.
FIN

domingo, 27 de mayo de 2012

...

"Fairy Tales are more than true; not because they tell us that dragons exist, but because they tell us that dragons can be beaten"

G.K. Chesterton