El Desierto del Este, situado en el país de Calderia, es célebre por el polvo en suspensión de su atmósfera. El viento, ocioso, suele juguetear con él, creando efímeros remolinos naranjas y amarillos.
Este polvo, junto al calor extremo, hacen imposible el funcionamiento de ningún vehículo mecanizado en su superficie. En Calderia, además, no existen los dromedarios ni ninguna otra raza que se haya adaptado a las rutas desérticas. Por ello, la vida del viajante que se adentra en él depende exclusivamente de la comida y el agua que pueda portar consigo. Son muchos los que se han creído capaces de desafiar tal limitación. Hasta el momento ninguno ha regresado para relatar su triunfo. En las provincias del oeste, surcadas por ríos anchos y perezosos, es donde se concentra la población calderiana. Ignoran desde siempre el desierto al considerar que no puede sacarse nada útil de allí.
Las instituciones de gobierno de Calderia son estables, aunque autoritarias. Los calderianos han sobrevivido a la violenta historia del continente, y sus cronistas han podido escribir los anales de siglos pasados. Sin embargo, hay una historia que se resisten a dejar por escrito, aunque es conocida por todos: la que relata las insensatas empresas del ministro Klausewicz. El recuerdo del ministro loco todavía les asedia. Y les alerta, en voz baja, de los riesgos de la genialidad cuando se une a la soberbia; Cuando se desliza progresivamente hacia las sombras de la locura.
Carl Kron Klausewicz era ministro de la ilustre majestad de Calderia desde los veintiún años. Era también excesivo, cruel, y de una frialdad aterradora. Su brillantez profesional, unida a la influencia de su poderosa familia, le habían permitido mantenerse en el consejo de ministros durante dos décadas de forma ininterrumpida. Suya había sido la iniciativa que lograría otorgar a la capital, Klanshteburgo, un sistema de cloacas que terminó con sus graves problemas de insalubridad. Suya fue la reorganización del ejército y la estabilización de la economía, aquejada hasta entonces de frecuentes fiebres inflacionarias. Parecía no haber adversidad que el brillante político no supiera manejar. No obstante, la desigualdad social extrema, y la mendicidad, se acrecentaba cada día en las grandes ciudades del país, inmune a cualquier intento del gobierno por liquidarla.
Calderia seguía desarrollándose, orgullosa, inaugurando grandes obras públicas y monumentos que pregonaban la grandeza de su rey. Pero siempre había figuras sombrías cubiertas con harapos, que contemplaban azorados, desde solitarios callejones, la brillantez de aquella sociedad, que les albergaba con íntima vergüenza. Para los mendigos parecía que nada cambiara nunca. Klausewicz lo sabía; Los observaba a menudo desde su automóvil oficial, en las noches de ópera y fiestas. Ninguna de sus medidas. ni las autoritarias ni las más benignas, habían conseguido eliminar esa lacra social, que ofendía íntimamente a los calderianos de bien. Sus enemigos no dejaban de recordárselo, satisfechos de poder marcarle con un fracaso. Su orgullo herido hizo que, poco a poco, cada pedigüeño que contemplaba, se convirtiera para él en un insultante recordatorio de que él —también— compartía el fracaso inherente a la existencia.
Llegó a pensar que los mendigos vivían en las calles por decisión propia. Que rechazaban por orgullo y vocación todos los esfuerzos del gobierno —sus esfuerzos— por integrarlos en la “normalidad”. Finalmente creció en su interior una obsesión y odio de tal magnitud, que acabó ofuscándole, derrotando a su sentido común y a su poderosa lógica mental.
Los sótanos del ministerio de asuntos internos acumulaban mugre y humedad. Fue allí, en un destartalado despacho, donde el ministro se encerró para reflexionar, en busca de una solución final. Tres semanas después emergía con una solución mesiánica... Y a la vez inmoral, al partir de supuestos despiadados. Klausewicz había concluido, tras muchos vericuetos mentales, que, si los mendigos rechazaban su ayuda, lo más compasivo y práctico sería facilitarles los medios para alcanzar la culminación de su existencia.
Con su prestigio político en su cenit, el político tenía su disposición la totalidad de los recursos del estado. Comenzó su empresa con la construcción, en el borde oeste del inmenso desierto, de un gran depósito de agua. Terminado éste, montaron tuberías a lo largo de veinte kilómetros en dirección al centro del páramo, hecho lo cual construyeron un nuevo depósito que a su vez rellenaron de agua. Repitieron esta mecánica durante meses, siempre en la misma dirección. Dos años después habían conseguido alcanzar el corazón del tórrido yermo. Una vez establecida la vía para llegar al inhóspito lugar sin perecer en el intento comenzaron a enviar a través de aquella línea de vida tanto materiales como suministros y obreros. Estos últimos dedicaron cuatro años a llevar a cabo la obra concebida por el febril ministro. Cuando la finalizaron, regresaron, cercanos a la desesperación, a la capital.
La siguiente etapa fue aún más sombría. Durante tres secretas noches, a espaldas de la ciudadanía, los cuerpos del orden y la policía secreta localizaron y raptaron a todos los vagabundos de la capital y las otras grandes ciudades calderianas. Al cuarto día, un regimiento inició un viaje clandestino al centro del desierto, con sus capturas narcotizadas transportadas en carromatos, como fardos de grano. Pocos meses después los soldados regresaron, consumada ya la acción encomendada. Todos ellos fueron conminados a guardar silencio bajo amenaza de ejecución sumaria.
Cuando el efecto de las drogas remitieron, los mendigos comenzaron a despertar, aturdidos por la prolongada narcosis. Cuando pudieron levantar la vista, se encontraron en un lugar que les resultó inconcebible. Estaban en medio de una inmensa y desconocida ciudad, esplendorosa por otra parte. Los edificios, altos e imponentes, soberbios en su estilo neoclásico y art decó, refulgían desde sus planchas de alabastro. Delicadas filigranas de arenisca coronaban los esbeltos. Las calles, con anchas sus aceras de granito y gráciles bolardos de cobre, tenían un marcado aire señorial Todo lo que les rodeaba era un exquisito ejercicio de delicadeza arquitectónica. El cielo era de un azul tan profundo y limpio que resultaba intimidante a la vista.
Para los que provenían de Klanshteburgo, el nuevo entorno les evocaba una copia, ligeramente alterada, de la capital. Como esos espejos defectuosos en los que tardamos en advertir la ligera deformación con la que nos devuelven nuestro reflejo, el trazado de aquella desconocida ciudad era más sinuoso y zigzagueante. Pareciera que su diseñador tuviera un alma más tortuosa, más aviesa que la del creador de su remota hermana.
No obstante, la elegancia urbana se iba difuminando a medida que se aventuraron hacia los límites de la ciudad, donde poco a poco encontraron barrios más modestos, de estética industrial, Más allá de los límites, descubrieron con estupor un arenal infinito. Pronto comprobarían que les rodeaba por completo.
Más sorprendente todavía fue verificar que la ciudad estaba deshabitada, a excepción de ellos. Pareciera que los habitantes de aquella rotunda urbe se hubieran esfumado.
Pero fue al comenzar a buscar sustento, cuando comenzaron a vislumbrar la aterradora realidad. En su rastreo, y no encontrando nada en las calles, intentaron entrar en almacenes de la zona industrial, en los cuartos traseros de algunos restaurantes, en cualquier lugar, en definitiva, donde suponían pudiera haber alimentos. Fue imposible acceder a ellos. Las puertas estaban cerradas con gruesos candados. Cuando consiguieron romper algunos y forzar las cancelas, encontraron, tras ellas, gruesas paredes de hormigón. Lo mismo sucedió cuando, desde los patios interiores de los edificios nobles, intentaron acceder a las escaleras que conducían a los lujosos pisos superiores. O al intentar forzar las ventanas de los edificios públios. Todas habían sido construidas con un cristal de extraordinario grosor, inmune a los golpes. Ya en plena desesperación, intentaron acceder a cualquiera de las casas unifamiliares de la ciudad,a través de tejados, por los canales de desagüe... El fracaso fue idéntico.
El enajenado ministro había construido, en el centro de un páramo infinito, una ciudad para los vagabundos, concebida para que transcurrieran allí sus vidas callejeras e insalubres. En nada inferior a la grandiosa Klanshteburgo; ni en las relucientes calles que dormían al sol, ni en sus oscuras y lujosas entrañas Su orgullo no le habría permitido construir nada menor que el modelo original.
Pero, en su insania, Klausewicz les negaba a sus habitantes el derecho a una existencia normal. Vagabundos eran por propia decisión. Vagabundos —pues— vivirían y morirían. En las calles. Los interiores de todos los edificios estaban prohibidos para ellos. Podían vislumbrar, a través de los ventanales, los interiores confortables y cálidos. Los jardines en los áticos se adivinaban ordenados y pulcros. Los interiores de los restaurantes mostraban mesas dispuestas con inmaculado orden, con cubiertos plateados y flores coronando las mesas. Las carrozas estaban alineadas enfrente del magnífico palacio de la ópera, esperando a los caballos. Todo era cotidiano, cercano. Pero era imposible acceder a ninguna de aquellas singulares construcciones. La solución final del político calderiano era esa: Todos ellos vivirían y morirían en las calles. Sin hollar jamás ninguna estancia. Sin descansar nunca bajo un techo protector. Sin profanar, ni ahora ni mañana, hogar alguno. Fieles a su esencia.
La existencia de esta ciudad fantasmal permitiría, además, que el resto de urbes de Calderia alcanzaran el tantas veces postergado cénit, liberados al fin de la lacra de la mendicidad.
Los vagabundos, presos del asombro ante su insólita situación, temieron por sus vidas. Tenían la suficiente agua —los obreros habían construido fuentes que se nutrían de profundos pozos y les daban el líquido necesario para no sucumbir de sed—. Pero no encontraban comida alguna.
La segunda noche en aquel mundo especular les dio alivio, pero a la vez, nuevas y terribes certezas. Algunos, despiertos por el hambre en lo profundo de la noche, creyeron percibir un débil rumor que llegaba del cielo. Luego oyeron, esta vez más nítidamente, golpes fuertes y secos en distintos puntos de la ciudad. Al levantarse el sol, pudieron comprobar, atónitos, la magnitud del delirio del taumaturgo que había diseñado el escenario para resto de sus días. A lo largo y ancho de toda la ciudad, grandes sacas habían caído del cielo; Estaban llenas de basura y restos de cocina de restaurantes.
Klausewicz había establecido que, una vez por semana, en la oscuridad de la noche, el dirigible real sobrevolara la ciudad de los mendigos, y dejara caer en ella los desperdicios que se hubieran recolectado en Klanshteburgo durante la semana anterior.
Los más osados, decididos a abandonar aquella cárcel de cemento y polvo, comenzaron a seguir los restos de las tuberías que unieran antaño los depósitos de agua. Cuando llegaron, exhaustos, al primero de ellos, comprobaron que había sido destruido por lo soldados en su retorno a la civilización. No fueron más allá.
A la tercera semana, cuando de nuevo llovieron desde el cielo los despojos de Klanshteburgo, los hombre y mujeres se miraron unos a otros, intentando asumir la evidencia de que nada iba a cambiar. De que ésa, y no otra, iba a ser su vida hasta el final de sus días En los ojos de sus compañeros pudieron leer estupor y pánico.
La caída de Klausewicz se produjo pocos meses después de estos hechos. Había culminado su obra, la que había intuido que sería el culmen de su carrera. Pero la vanidad de los locos es la peor de todas, porque no hay razón que se le oponga. Pocos meses después, empezó a elaborar el plan para crear una nueva ciudad al lado de la capital, que doblaría en extensión a ésta y a la que sólo podría acceder la nobleza. Una ciudad que recogiera lo más refinado de la sociedad calderiense, destinada exclusivamente a la ópera, el teatro y las fiestas galantes. Los enemigos políticos del gobierno residirían en sus alcantarillas, sobreviviendo con los restos que despreciaran los habitantes de la superficie. Esta vez, cometió la imprudencia de compartir su proyecto en el consejo de ministros, seguro —y ansioso— de la admiración de sus colegas. Estos informaron esa misma noche al rey, temerosos del ministro brillante y desequilibrado. Tres días más tarde Klausewicz fue detenido por la policía secreta, y conducido a su mansión en las afueras. Los ocho años que le quedaban de vida los pasó allí, bajo un estricto arresto domiciliario.
Cuando revisaron los documentos secretos de su ministerio encontraron todos los planos y los documentos logísticos de su ciudad soñada en el desierto. Los interrogatorios a los soldados y obreros que habían participado en las acciones secretas dieron fruto, y el gobierno pudo reconstruir, sobrecogido por su magnitud, la obra de Klausewicz. Para aquel entonces el escándalo ya se había hecho público, y las filtraciones fueron inevitables. Pronto toda la sociedad, abochornada, supo de la gesta maldita.
Sin embargo, nadie hizo nada por rescatar a los vagabundos de su cárcel de arena. El temor a lo que preveían encontrarse, unido a una profunda vergüenza, hizo que todos, gobierno y gobernados, miraran hacia otro lado. Ni el Desierto del Este ni los vagabundos les había interesado hasta ese momento. Decidieron que eso iba a continuar así. El dirigible continuó saliendo cada semana en dirección a la ciudad de los vagabundos, durante décadas, sin que nadie preguntara. Tan solo añadieron al cargamento semanal unos rudimentarios odres de agua. La medida conseguía aliviar un poco su vergüenza.
La comunidad de vagabundos consiguió sobrevivir, contrariamente a lo que ellos mismos esperaban. Con enorme esfuerzo, lograron ampliar y canalizar el caudal de agua que salía de los pozos a través de las fuentes. Con este primer logro pudieron desarrollar, poco a poco, una agricultura primitiva, partiendo para ello de las semillas todavía presentes en los despojos vegetales que les llegaban en las sacas semanales. Construyeron refugios en las calles para guarecerse de los tornados. Lograron no caer en el caudillismo ni en la brutalidad de clanes, no sin grandes dificultades y frecuentes retrocesos, a menudo cruentos. Instituyeron, gradualmente, rudimentarias fórmulas de organización social y autogobierno; de cuidado de los enfermos y hasta de entretenimiento —el torneo de cuentos semanal les consolaba enormemente—.
Diez meses después de ser abandonados, nació el primer niño en la metrópolis. Fue entonces cuando algunos de sus habitantes empezaron a intuir que la decisión desquiciada que les había llevado hasta ese entorno hostil, tal vez fuera, en realidad, una segunda oportunidad para ellos. Tras unos pocos años lograron, con el sacrificio de muchos de ellos, mantener a raya y derrotar, finalmente, a la amenaza de la barbarie. No volvieron a intentar salir del desierto. Cobijaban todavía el recuerdo de su anterior vida entre asfalto y hormigón, Del rechazo y desprecio de los calderianos. Nada les esperaba allí, nada necesitaban de la sociedad que les había repudiado.
Calderia siguió así existiendo durante siglos. Albergando en su interior dos sociedades. Ninguna de ellas intentó nunca comunicarse con la otra. Una, despótica y arbitraria, prefirió guardar en las catacumbas de su propia historia la felonía cometida. La otra, por amor a su nueva libertad, decidió buscar, en su propio seno, la compasión y la solidaridad tantas veces negada a sis integrantes en anteriores existencias. Como un diamante enterrado en la arena.